N. Jiménez. Psicólogo colegiado: M-20.181
Muchas personas creen que la pérdida de cabello de origen psicológico se debe exclusivamente a trastornos severos. Pero no solo los grandes reveses de la vida o avatares descomunales pueden hacer que el cabello caiga. Sensaciones que son de lo más habitual, como las generadas por estrés y los problemas del día a día, también pueden hacer mella en nuestra cabellera.
Aunque las tribulaciones diarias no estén recogidas como un problema en los manuales de diagnóstico, sí que pueden llegar a suponer una fuente de estrés considerable. Levantarse, preparar el desayuno de los niños, llevarlos al colegio, ir corriendo a un trabajo en el que se puede estar siendo sometido a una gran presión, comer fuera de casa… Los ‘desafíos’ cotidianos a los que muchas personas se enfrentan y los nervios que provocan pueden ir acumulándose y acabar pasando factura.
¿Cómo afecta el estrés?
Esa situación podría traducirse en una gran variedad de problemas. Puede que no conciliemos el sueño, o que nos despertemos en medio de la noche aparentemente descansados. Puede que perdamos el apetito o justo lo contrario, que nos entren ganas de comer a todas horas. Los dolores de cabeza, el agotamiento o las molestias estomacales también pueden manifestarse si nuestra rutina está acabando con nosotros. Y no es raro que piel, cabello y uñas también acaben sufriendo los avatares diarios, pudiendo producirse una pérdida de pelo.
Tratar la caída del cabello es algo importante. Hay personas que podrían llegar a interpretar la pérdida del cabello como que la vida los está venciendo, sintiéndose derrotados. Por no hablar de la inseguridad que podría llegar a generar esta situación en sus relaciones interpersonales (dudas, timidez, baja autoestima…). Si conseguimos controlar la pérdida de cabello, podría ser un buen comienzo para poder controlar otros problemas diarios.
Recomendaciones para el estrés y los problemas
Ante el estrés diario, lo más recomendable es el distanciamiento psicológico de la fuente de problemas. Si lo que más nos afecta es el trabajo, debemos procurar no pensar en él durante las horas que no estemos allí. Fácil de decir, difícil de hacer… ¿Cómo conseguirlo? Intentando realizar actividades que nos gusten y que nos permitan relajarnos.
Si lo que nos gusta es quedar con nuestros amigos, obliguémonos a hacerlo. Si cuando más disfrutamos es viendo un partido de fútbol, procuremos no dejar de hacerlo. Si el cine nos encanta pero normalmente solo podemos ir en fin de semana, intentemos romper la rutina e ir un miércoles.
Cuando sentimos placer, no podemos sentir displacer o incomodidad. Si estamos disfrutando de algo, automáticamente olvidamos los problemas y cargamos las pilas. Sobre todo si esos problemas son los que generan el estrés diario: situaciones que en sí no son problemas excesivamente graves, pero que nos van agotando poco a poco.
Otro aspecto fundamental es la comunicación de emociones. Ser capaces de explicar lo que nos está agobiando de nuestro día a día y que nos escuchen y comprendan alivia inmediatamente el estrés. Pero hay que tener cuidado: si nos dedicamos a dar vueltas sobre un mismo asunto -por ejemplo, lo mal que nos trata nuestro jefe- corremos el riesgo de hundirnos más y más. Lo recomendable sería no hablar mucho del trabajo fuera de él, para que no contamine el resto de nuestra vida.